martes, 1 de septiembre de 2009

Auras Anónimas

Cuelga de dos extremos que son como columnas inmóviles. Se mece hacia una suerte de bienaventuranza y retorna por inercia hacia el desastre. La ciudad se mueve acompasadamente como un columpio por un viento calmoso.

Columbarios repletos de nombres de personas son palomares húmedos y estercoleros siniestros en el Cementerio Central de Bogotá. El olvido ha hecho que estas urnas funerarias pierdan su sentido humano y sean ahora furtivos nichos de palomas.
Bajo estos palomares, columnas de la indiferencia, hay una placa de cemento con una incisión que aclara que allí yacen los restos de un niño muerto. Un niño que no es anónimo, pero cuya muerte carece de la solemnidad del silencio que podría otorgarle resonancia a su haber y a su existencia.

Quién sabe qué tanto silencio habrá perdido nuestra propia muerte a razón de la guerra. Y quien sabe en qué trágico instante nuestras tumbas se convertirán en guaridas, hipogeos de olvido.

El límite entre estos dos espacios es frágil como la vida misma. Un cementerio es un espacio de vida, no de muerte, porque es un espacio de memoria, no de olvido, no de descuido, no de indiferencia.